La trágica vida de los privados de libertad

Desde hace décadas, el sistema carcelario de América Latina está en crisis. La región con aproximadamente 1.7 millones de personas privadas de su libertad vive un drama considerando que no solo los estados incumplen con las reglas mínimas para salvaguardar sus derechos, sino también la pandemia ha profundizado su carácter inhumano donde el hacinamiento, las deplorables condiciones sanitarias y el desorden convierte a estos lugares en una verdadera bomba de tiempo.

Entre los temas menos populares para escribir, es el de los derechos humanos de las personas privadas de libertad. La reacción social formal ha tenido diferentes modalidades frente a la delincuencia, utilizándose medidas como la pena de muerte, el exilio, la deportación, diversos castigos corporales, etc., y una de estas «soluciones», y por consiguiente no la única que ya tiene más de dos siglos de ser meollo de políticas criminales, es la pena privativa de la libertad.

Lo curioso de ella es su utilización tan universalizada, por lo que pasa a ser uno de eso fenómenos que se concibe como «sin fronteras», es decir, que son aplicadas en diversas formas de organización social y política como violencia institucional hacia otros seres humanos, sin opciones sustanciales y satisfactorias. Una de las posibles razones de la vigencia de esta institución en sus distintas modalidades de presentación, está vinculada con que la prisión es probablemente el principal instrumento de reacción social con que cuenta el Estado para la represión y su formulación de intenciones de resocialización del interno.

Cuando reflexionamos en torno a la pena de prisión y la cárcel, con extrema facilidad aseguramos que han fracasado. No puede seguirse desconociendo el rol de la cárcel como medio idóneo y eficaz de un conjunto de estrategias que conocemos como control social, de manera que la cárcel a igual que la ley penal, cumple también una propuesta instrumental que es funcional para los fines que subyacen en su ideología.

La rehabilitación y readaptación son los ejes fundamentales por los cuales los Estados debieran dirigir su sistema penitenciario, dentro de un trato humano y seguro; sin embargo, aunque todos los países garantizan una protección constitucional a las personas privadas de su libertad, y en muchos de ellos con leyes especiales, en la práctica la situación es muy diferente. Los estados no otorgan el presupuesto mínimo necesario para mantener a los privados de libertad de manera humana. Los funcionarios penitenciarios además de su exigua preparación reciben unos salarios que lo obligan muchas veces a entrar en el sistema de la corrupción y la opinión pública ejerce presión para que de alguna manera no se consideren humanos a los presos y por el contrario hacen que la población tenga un marcado rechazo al sentenciado que cumplió su condena y al procesado que estuvo privado de su libertad injustamente por que resultó ser inocente.

Pero no solo violan los derechos humanos de los detenidos los funcionarios penitenciarios. Aunque no se crea, la principal preocupación de los internos es su situación judicial. La mayoría de los Centros no cuentan con abogados de oficio y los que han podido conseguir su propio abogado defensor muy rara vez los visitan. Mientras no haya operadores de justicia conscientes de su papel, humanos, honestos y con una preparación profesional adecuada, las violaciones a los derechos humanos de las personas privadas de su libertad seguirán, por un lado, dentro de las prisiones y por el otro fuera de ellas cuando se enfrenten a la justicia.

América Latina, se han convertido en sociedades carceleras; y, lamentablemente su “éxito” en política penal y sancionadora radica en la construcción de más centros carcelarios para llenarlos. Nada más falso, ya que mientras las sociedades no cambien sus políticas económicas y sociales, la violencia provenga de donde provenga y totalmente injustificada por donde quiera que se vea, encontrara un nicho de acción y de reacción.

El proceso de profundización de la democracia de los países de la región es crear las condiciones que aseguren la plena vigencia del Estado de Derecho y dar garantía de respeto a los derechos inherentes a la persona humana. Es necesario el funcionamiento eficaz, orgánico y coordinado de los recursos interinstitucionales que aseguren el respeto a los derechos humanos y que impulse el proceso de cambio en el sistema de administración de justicia.

El tema de las cárceles debe ser revalorizado en su justa dimensión: no sólo se trata de un asunto humanitario, de interés para un determinado grupo de intelectuales apasionados por el tema o de instituciones especializadas, tanto del Estado, como no gubernamentales. Se trata de un problema de primer orden que el Estado y la sociedad deben atender, por cuanto acarrea una incidencia decisiva en la calidad de vida ciudadana y es que el mal manejo de los asuntos penitenciarios se convierte en un factor de perturbación de la paz social: traducido en aumento de la criminalidad violenta, incremento de la conflictividad y resentimiento social, todo lo cual, además, mina significativamente la credibilidad y legitimidad de las instituciones.

Hace 40 años la Teoría de la Criminología Critica reaccionaba al exceso de la política penal de los Estados, hoy volvemos a hacer válida algunas de sus propuestas; y, siguen válidas las premisas del jurista español Enrique Ginbernat, “entramos en una época en que la tarea fundamental va a consistir en levantar el telón del Derecho Penal para ver qué es lo que verdaderamente ha estado escondido detrás de él”.

Hasta la próxima semana.

Sobre Luis Felipe Polo

Doctor en Teología, MBA, docente y experto en resolución de conflictos y derechos humanos.

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