A los tiranos no los juzgamos por sus obras. Los juzgamos por el daño que le hacen a su pueblo al someterlo y quitarle su libertad. Los juzgamos ante la ley y ante el tribunal de la historia por los genocidios, asesinatos, robos a mansalva, por las persecuciones contra los que se oponen a su tiranía. El juicio a los tiranos es jurídico y moral, porque obras han hecho tanto gobiernos tiránicos como gobiernos democráticos. El tema central no está en la materia, sino en el espíritu. El espíritu del tirano es malvado, porque entre sus fines está la destrucción del otro. Las tiranías te censuran. Te dicen qué debes escribir y qué no. Qué arte tienes que hacer y qué no. Te apabullan penetrando en tu vida más íntima. Y utilizan al Estado para destruir y no como una institución que garantice la libertad y otros derechos humanos.
Contra el tirano no queda otra cosa que la rebeldía para sacarlo del poder, que, si bien en muchos casos triunfa, en otros fracasa. Entonces, el tirano y su cohorte de sobones se pueden quedar en el poder años y hasta siglos si nos referimos a las monarquías teocráticas de la antigüedad.
Desde épocas muy antiguas, las tiranías han generado odio en algunos y fascinación en otros. Los atenienses decían que, de todas las formas malas de gobierno, la más despreciable era la tiranía. Una palabra que, por lo demás, viene del griego “Tirán”, que significa usurpador del poder. Y es que tirano es aquel que usurpa el poder a un gobierno legítimamente constituido por la voluntad popular.